Clotilde, a modo de preludio by Alejandro Manara
Clotilde, a modo de preludio
“Sarà la scrittura a guidare il racconto nella direzione
in cui l’espressione verbale scorre più felicemente…”
Italo Calvino, Lezioni Americane, p 91
“Los incidentes son de esta condición, y sacan la cuenta
con mayor suma de la que se pensaba, lo cual yo experimento,
porque, siendo el estudio de mi gustoso entretenimiento,
aquel de ir conciso en la narrativa de esta historia,
una y otra circunstancia me precisan a dilatarme
más de lo que imaginaba.”
Belando: Historia civil, 1740, tomo III, p 322
Acaso como si se tratara de conjurar una imagen, la que uso a menudo para inducirme al sueño, mi padre que está acostado, en pijama, con los ojos cerrados, listo para empezar su siesta. Para él, ese ritual era imprescindible en aquellos años de mi adolescencia temprana. Yo le quería dar charla y él me decía que lo dejara dormir. Los ojos cerrados y la cara beata, ya disfrutando anticipadamente de ese breve descanso, breve porque en alrededor de cuarenta minutos, la mucama tenía la consigna de despertarlo: le tocaba la puerta y entraba con una bandeja, la cafetera de dos pocillos y una tacita.
Han pasado ya más de treinta años de cuando empecé a pensar una historia de la vida de mi padre, vida que conocí sólo por retazos y ese poco se diluyó en la bruma de una vejez en soledad, aislado de personas y lugares. Si bien recién ahora vuelvo a focalizar, aunque en realidad siempre fue un tema que me interesó, me pregunto si el hecho de que haya habido tanta diferencia de edad y que además yo tardara tanto en dejar la adolescencia, provocó esa imposibilidad de percepción de mi parte o simplemente una persistente ausencia de preguntas. Es cierto que siempre quise acercarme, sin saber de qué forma, y cuando estuve más decidido, él era muy mayor y ya no había tiempo ni posibilidades.
Tal vez porque me costó constituir cierta vida de adulto, dejar de ser hijo y así poder percibir quién era mi padre o tal vez qué era ser padre, este relato es muy difuso y no tiene los límites marcados, tomo conciencia de que no hay más remedio que dilatar e incluso “más de lo que imaginaba”.
Es justamente por eso que me detengo en esta cita del franciscano Nicolás de Jesús Belando que Carmen Martín Gaite usó para explicar cierta estrategia suya que me gustaría hacer mía: “Me hizo entender el desfase que existe entre el desorden de los acontecimientos y su orden de sucesión dentro del relato”. Pero, ¿de qué relato estamos hablando?
En estos asuntos relativos a la vida de mi padre estaba reflexionando cuando encontré en el texto de Carmen, muerta hace veinte años, que me hace entender como ella reconstruye la memoria y las ramificaciones que surgen cuando uno se coloca en cierto lugar del tiempo y escarba y las situaciones se materializan como si las hubiese estado buscando especialmente, como cuando uno toma una flecha y se prepara a tensar el arco y dispara sin mirar al blanco.
Una cita hace descubrir un interés y nos largamos, y al reconstruir cualquiera de las posibles historias pasadas, las dilatamos sin darnos cuenta o quizá conscientes de que sea la única forma posible.
La escritura surge de una mirada curiosa que apunta a cierta retrospección; la memoria elige entre las posibles formas que puede adquirir el texto: la que establece o le provee un hilo al discurso, la que funciona discontinua, la que funciona transversal. Se tratará siempre de hechos del pasado, aún cuando al ordenarlos para contarlos, uno se sitúe en determinado espacio temporal y simule el estado de incertidumbre o de ignorancia en el que entonces se encontraba respecto a lo que sucedería. Los acontecimientos son innumerables, surgen de manera intermitente y en diagonal, escogiendo un punto de partida arbitrario y haciendo rumbo hacia otro extremo también arbitrario al que llamamos desenlace, como si los eslabones de la cadena, haciendo uso de un truco de mago, pudiesen desanudarse.
¿Por dónde empezar? Para ser lógico, debería remontarme al momento en que alguien nace, pero eso tampoco es un principio, porque siempre hay una madre o una madre y un padre e historias que anteceden a las madres y a los padres, por lo cual donde resulta posible, es empezar in medias res, y pienso que no sería mala idea, a través de los fragmentos que pudo haber escrito mi abuela, suponiendo que escribió y que no se perdieron, o por los textos que yo he elaborado a partir de aquellos fragmentos o tal vez, simplemente una articulación de restos de recuerdos familiares verdaderos o no, que hayan surgido sencillamente de los álbumes de fotos que logré salvar antes de que se vendiera la casa de Sanremo. Sí, porque hubo una casa en la Riviera dei Fiori, sobre la via Aurelia, construida por el segundo marido de mi abuela, con parte de la fortuna que amasó en Argentina.
Hay momentos en los años 70 cuando yo vivía en Londres y pasaba por aquella casa de Sanremo. Me quedaba un par de días en mi viaje de ida o de vuelta hacia el norte. Mi abuela tenía más de noventa años y estaba siempre muy activa. Tenía una mujer más joven que en teoría la cuidaba, pero según ella, era al revés.
Unos años atrás, mientras trataba de organizar mis ideas alrededor de cómo encarar el relato de ésta saga familiar, ubiqué la casa en Google Maps y busqué en internet un teléfono de alguien que viviese en uno de los departamentos que observé habían construido al costado de la casa de mi abuela. Una vez que expliqué el motivo de mi llamado, la persona que atendió me dijo que era la hija de aquella mujer, la supuesta cuidadora, y que de niña había jugado en la enorme terraza construida en el frente de la casa, encima de la via Aurelia y que mi abuela le regalaba caramelos y que se recordaba muy nítidamente el día del funeral cuando se quedó impresionada por el número de personas que acompañaron el féretro al cementerio, impresionada porque siempre le había parecido una viejita solitaria que había sobrevivido a dos guerras, pero claro, ella misma reflexionaba, una niña de diez años muy difícilmente podía discernir la vida social de la empleadora de su madre. Yo no recordaba que la cuidadora tuviese una hija, pero no tuve razones para dudar del relato de mi interlocutora.
En ninguna de las múltiples visitas que le hice a mi abuela en los años 70, se me ocurrió preguntarle acerca de mi padre, ni de la relación que pudieron tener. Recién logré entender algo cuando todos estaban muertos y empecé a leer las cartas que ella escribía. Aquellas de juventud, las de novia expectante y dubitativa, las de la guerra y las de la vejez cuando vivía de la ayuda de su hijo lejano. Todas ricas y entretenidas, redactadas con el lector muy en mente.
Mi abuelo, en cambio, redactaba cartas muy aburridas, por lo menos según mi abuela, y habrán sido aburridas porque ella no quiso conservarlas y pensar que en aquella época las novias guardaban las cartas, y las ataban en un manojo con cintas de colores y flores disecadas y las salpicaban con algún perfume y las escondían o simplemente las atesoraban en una caja cerrada con una llavecita que invariablemente se perdía. Seguramente, durante el proceso de la separación sintió la necesidad de eliminar aquellas cartas, de borrar los rastros.
Es curiosa esa eliminación puesto que se trata de una familia de mucho guardar, ya que han sobrevivido a múltiples mudanzas, cantidad de documentos administrativos, educativos y genealógicos, fotos y boletines de colegio, misales revestidos en nácar con esos reflejos iridiscentes, regalos de la primera comunión y caricaturas hechas por amigos. Pero conservar las cartas de su novio, no, o por lo menos de ese novio que luego sería su marido y padre de su único hijo, ese parecería que no fue el estilo de Clotilde: ella tenía una mirada escéptica sobre la realidad, aunque no lo suficiente como para prevenirla acerca de cierta decisión que se sintió obligada a tomar. Me refiero a su primer matrimonio. Es curioso que ella no le haya prestado atención o no haya podido elegir en función de aquellas sensaciones que aparentemente eran muy claras en toda la temporada y los eventos que antecedieron a la boda.
Clotilde nació en 1884 y quedó huérfana de madre a los tres años. Junto a su hermana fueron aparentemente criadas por una prima soltera de su padre que supervisaba, cuando no estaba sumida en un incesante malestar emocional, una serie de sirvientas, mucamas y cocineras. El afecto lo conoció poco, es decir, aquel afecto que hoy en día se considera importante para la crianza de las niñas y de los niños, aquel afecto no estuvo muy presente en la infancia de Clotilde. Es muy probable, que haya sido la norma de aquella época, aunque no sé qué pensar, pues dudo que la madre estando en vida se haya ocupado mucho de sus hijas: el tema del afecto comenzaba con las nodrizas, es decir el pecho que despachaba leche no era el de la madre, sino de una mujer joven que también había parido recientemente. En aquellos tiempos era muy común recurrir a nodrizas, a tal punto que había una circulación internacional de mujeres que daban el pecho, como relata Maupassant en ese cuento que ocurre en un vagón de tercera clase que viaja de Génova a Marsella.
El hecho de haber perdido a su madre a una tiernísima edad para Clotilde fue devastador. Ella no pudo ni supo encontrar alguien a quien recurrir para ese afecto y así, la atención que le prestaban los hombres, propios o ajenos, digno substituto de esa carencia, se convirtió en un elemento central en su circulación por el mundo de las relaciones.
El padre era simpático y seductor, cualidades que muchas veces funcionan juntas, pero bastante ausente porque viajaba mucho. No se volvió a casar, cosa bastante inusual en la época, porque los viudos reemplazaban inmediatamente a la mujer, pero él no sentía la necesidad imperiosa de que alguien se ocupara de organizar la casa y de supervisar a los hijos. Lo supo resolver con su pariente. Por supuesto, que hubo reiteradas propuestas de almas casamenteras, pero él no notaba la falta. Hubo historias de las que Clotilde se enteró cuando empezó a entender, pero en su temprana adolescencia perdió un poco contacto con las relaciones de su padre, porque la mandaron a un internado de monjas en Génova, el Istituto delle Marcelline. No le gustaba para nada y después de un año de no pasarla bien, logró convencer a su padre que le permitiera volver a casa, en vez de tener que soportar el ritmo de sometimiento religioso que le exigían en el Istituto, con la misa por la mañana y el catecismo por la tarde, bastante consciente de que se estaba perdiendo algo sin saber exactamente de qué se trataba. Recordaba a algunas de las monjas como mujeres que circulaban sin objetivo preciso por el Istituto, muchas de ellas mayores, afligidas o con alguna dolencia real o imaginaria. A diferencia de la mayoría de las internas que eran chicas que se encontraban bastante satisfechas en ese lugar, Clotilde desde el primer día, lo detestó.
Como era una mujer inteligente por aquellos años tomó conciencia de qué significaría para ella no tener posibilidades de estudiar.
El padre mantenía una vida dividida entre sus negocios en Argentina y su familia en Génova, aunque no era tan simple ni lineal, dado que también tenía una familia en Argentina y negocios en Génova y sus viajes no tenían regularidad ni lógica particular. Podía partir inesperadamente y aparecer con regalos de repente, una sorpresa muy inquietante para las dos niñas, mi abuela y mi tía abuela, pero especialmente mi abuela que, desde la más tierna infancia, tenía cierta relación especial con su padre, que luego cuando se acercó a la adolescencia, estuvo plagada de discusiones que camuflaban la necesidad de un enorme afecto.
La madre murió ahogada en circunstancias que nunca le quedaron muy claras a las hijas, aunque tiempo después, pudieron enterarse que había salido a navegar supuestamente con un grupo de amigos, como hacían en general en el verano, pero parece ser que, en aquella oportunidad, ella estaba sola con un muchacho u otro señor que no era su marido, dado que su marido estaba de viaje.
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Clotilde, come un preludio
“Sarà la scrittura a guidare il racconto nella direzione
in cui l’espressione verbale scorre più felicemente…”
Italo Calvino, Lezioni Americane, p 91
“Los incidentes son de esta condición, y sacan la cuenta
con mayor suma de la que se pensaba,lo cual yo experimento,
porque, siendo el estudio de mi gustoso entretenimiento,
aquel de ir conciso en la narrativa de esta historia,
una y otra circunstanciame precisan a dilatarme
más de lo que imaginaba.”
Belando: Historia civil, 1740, tomo III,p 322
Quasi come si trattasse di evocare un’immagine, trucco che uso spesso per indurmi al sonno: mio padre sdraiato, in pigiama, con gli occhi chiusi, pronto a cominciare la sua siesta. Per lui, questo rituale era imprescindibile in quegli anni della mia prima adolescenza. Io volevo chiacchierare e lui mi diceva di lasciarlo dormire. Gli occhi chiusi e la faccia beata, già godendo anticipatamente di questo breve riposo, breve perché nel giro di quaranta minuti la cameriera aveva il compito di svegliarlo: bussava alla porta e entrava con un vassoio, la caffettiera da due porzioni e una tazzina.
Son passati già più di trent’anni da quando iniziai a pensare a una storia della vita di mio padre, vita che conobbi solo per frammenti, e quel poco si era diluito nella nebbia di una vecchiaia in solitudine, isolato da persone e luoghi. Anche se torno a soffermarmici solo ora, pur essendo sempre stato un argomento che mi interessava, mi chiedo se il fatto che ci fosse così tanta differenza d’età e che, inoltre, io ci abbia messo così tanto a staccarmi dall’adolescenza non abbia suscitato quest’impossibilità di percezione da parte mia o semplicemente una persistente assenza di domande. Di certo, sempre volli avvicinarmi, senza sapere in che forma, e, quando fui più determinato, lui era molto vecchio e non c’era tempo né possibilità.
Forse perché è stato difficile costruire una certa vita da adulto, smettere di essere figlio e così poter percepire chi fosse mio padre, o invece cosa fosse essere padre, questa storia è molto complessa e non ha dei limiti marcati, prendo coscienza del fatto che non c’è altro rimedio che espanderla persino “più di quanto immaginassi”.
È proprio per questo che mi rifaccio alla citazione del francescano Nicolàs de Jesùs Belando che Carmen Martín Gaite usò per spiegare una sua certa strategia che mi piacerebbe far mia: “Mi fece capire il divario che esiste fra il disordine degli eventi e il loro ordine di successione all’interno del racconto”. Ma di che racconto stiamo parlando?
Stavo riflettendo su queste faccende relative alla vita di mio padre quando m’imbattei nel testo di Carmen, morta da vent’anni, che mi fece capire come lei ricostruiva la memoria e le ramificazioni che sorgono quando ci si pone in un certo luogo del tempo, e scavava e le situazioni si materializzavano come se stesse cercando proprio quelle, come quando si prende una freccia, ci si prepara a tendere l’arco e si scocca senza mirare al bersaglio.
Una citazione rivela un interesse e noi ce ne allontaniamo e, quando ricostruiamo una qualsiasi delle possibili storie passate, le dilatiamo senza rendercene conto o forse consapevoli che sia l’unica strada possibile.
La scrittura sorge da uno sguardo curioso capace di volgersi indietro; la memoria sceglie fra le possibili forme che il testo può acquisire: quella che stabilisce o fornisce un filo al discorso, quella che funziona in maniera discontinua, quella che funziona in maniera trasversale. Si tratterà sempre di eventi del passato anche quando, nell’ordinarli per raccontarli, ci si situi in un determinato spazio temporale e si simuli lo stato di incertezza o di ignoranza in cui ci si trovava allora rispetto a quello che sarebbe successo. Gli eventi sono innumerevoli, accadono in maniera intermittente e diagonale, scegliendo un punto di partenza arbitrario e facendo rotta verso un’altra estremità arbitraria che chiamiamo epilogo, come se gli anelli della catena, con un trucco di magia, potessero sciogliersi.
Da dove cominciare? Per essere logico, dovrei risalire al momento in cui si nasce, ma nemmeno questo è un principio, perché c’è sempre una madre, o una madre e un padre, e storie che precedono le madri e i padri, per questo, dove è possibile, bisogna iniziare in medias res, e penso che non sarebbe una cattiva idea, attraverso i frammenti che può aver scritto mia nonna, supponendo che scrivesse e che non siano andati perduti, oppure dai testi che io ho elaborato a partire da quei frammenti, o forse semplicemente da un’articolazione di resti di ricordi famigliari veri oppure no, che siano sorti semplicemente dagli album di fotografie che riuscii a salvare prima della vendita della casa di Sanremo. Sì, perché ci fu una casa nella Riviera dei fiori, sulla via Aurelia, costruita dal secondo marito di mia nonna, con parte della fortuna che aveva fatto in Argentina.
Ci sono stati periodi, negli anni ’70, in cui io vivevo a Londra e passavo da quella casa di Sanremo. Ci restavo un paio di giorni nei miei viaggi di andata o di ritorno al nord. Mia nonna aveva più di novant’anni ed era sempre molto attiva. Aveva una donna più giovane che in teoria si prendeva cura di lei, anche se, a suo dire, era il contrario.
Alcuni anni fa, mentre cercavo di ordinare le idee su come affrontare il racconto di questa saga famigliare, localizzai la casa su Google Maps e cercai su internet un numero di telefono di qualcuno che vivesse in uno degli appartamenti che, avevo osservato, erano stati costruiti accanto alla casa di mia nonna. Non appena spiegai la ragione della mia chiamata, la persona che aveva risposto mi disse di essere la figlia di quella donna, la presunta badante, e che da piccola aveva giocato nell’enorme terrazza costruita sulla facciata della casa, sulla via Aurelia, e che mia nonna le regalava le caramelle e che si ricordava molto nitidamente il giorno del funerale, quando restò impressionata dal numero di persone che accompagnarono il feretro al cimitero, impressionata perché l’aveva sempre percepita come una vecchia solitaria sopravvissuta a due guerre. Ma naturalmente, rifletté lei stessa, una bambina di dieci anni difficilmente poteva rendersi conto della vita sociale della datrice di lavoro di sua madre. Io non mi ricordavo che la badante avesse una figlia, ma non avevo ragioni per dubitare del racconto della mia interlocutrice.
In nessuna delle molteplici visite che feci a mia nonna negli anni ’70 mi capitò di chiederle di mio padre, né della relazione che potevano avere. Solo ultimamente sono riuscito a capirne qualcosa, quando tutti erano già morti e ho cominciato a leggere le lettere che lei scriveva. Quelle di gioventù, di fidanzata in attesa e dubbiosa, quelle della guerra e quelle della vecchiaia, quando viveva dell’aiuto del suo figlio lontano. Tutte ricche e divertenti, scritte tenendo ben in mente il lettore.
Mio nonno, invece, redigeva lettere molto noiose, almeno secondo mia nonna, e dovevano essere noiose perché lei non volle conservarle, e pensare che a quell’epoca le fidanzate conservavano le lettere e le legavano con un fascio di nastri colorati e fiori secchi e le cospargevano di un qualche profumo e le nascondevano o semplicemente le riponevano in una scatola chiusa con una piccola chiave che inesorabilmente andava perduta. Sicuramente, durante il processo di separazione, ha sentito la necessità di eliminare quelle lettere, di cancellare le tracce.
È curiosa questa eliminazione perché si tratta di una famiglia che ha sempre conservato tutto, tanto che sono sopravvissuti a moltissimi trasferimenti una quantità di documenti amministrativi, educativi e genealogici, foto e pagelle, messali rivestiti in madreperla con quei riflessi iridescenti, doni della prima comunione e caricature disegnate dagli amici. Ma conservare le lettere del suo fidanzato, quello no, o quantomeno di quel fidanzato che poi sarebbe stato suo marito e padre del suo unico figlio, questo parrebbe non fosse lo stile di Clotilde: aveva uno sguardo scettico sulla realtà, anche se non abbastanza da preservarla da certe decisioni che si sentì in dovere di prendere. Mi riferisco al suo primo matrimonio. È curioso che non ci abbia prestato attenzione o che non abbia potuto decidere in base a quelle sensazioni che apparentemente furono molto chiare durante tutta la stagione e gli eventi che precedettero le nozze.
Clotilde nacque nel 1884 e rimase orfana di madre a tre anni. A quanto pare, insieme a sua sorella fu cresciuta da una cugina nubile di suo padre che, quando non era in preda a un incessante malessere emotivo, supervisionava una serie di cameriere, domestiche e cuoche. L’affetto lo conobbe poco, ossia, quell’affetto che oggi si considera importante per l’educazione di bambine e bambini, quell’affetto fu poco presente nell’infanzia di Clotilde. È molto probabile che fosse la prassi di quell’epoca, tuttavia non so cosa pensare e poi dubito che in vita la madre si sia occupata molto delle sue figlie: la questione dell’affetto iniziava con le balie, cioè col fatto che il seno da cui succhiava il latte non era quello della madre ma di una donna giovane che aveva partorito da poco. A quei tempi era molto comune ricorrere a una balia, a tal punto che c’era un traffico internazionale di donne che allattavano, come racconta Maupassant in quel racconto che si svolge in un vagone di terza classe che viaggia da Genova a Marsiglia.
Il fatto di aver perduto sua madre a una tenerissima età fu devastante per Clotilde. Non poté né seppe incontrare nessuno a cui rivolgersi per ricevere quell’affetto e così le attenzioni che le riservavano gli uomini, parenti o estranei, degno sostituto di quella mancanza, divenne un elemento centrale nella sua circolazione nel mondo delle relazioni.
Il padre era simpatico e seducente, qualità che molto spesso funzionano insieme, però piuttosto assente perché viaggiava molto. Non si risposò, cosa abbastanza inusuale all’epoca perché i vedovi sostituivano subito la moglie, ma lui non sentiva il bisogno impellente di qualcuno che si occupasse di organizzare la casa e supervisionare i figli. Seppe risolverlo con il suo parentado. Certo, ebbe ripetute proposte di matrimonio dalle sensali, ma lui non ne avvertiva il bisogno. Ebbe storie di cui Clotilde venne a sapere quando cominciò a capire, ma nella prima adolescenza perse un po’ il controllo delle relazioni del padre, perché la mandarono in un collegio di suore a Genova, all’Istituto delle Marcelline. Non le piaceva per niente e, dopo un anno in cui non si trovò bene, riuscì a convincere il padre a lasciarla tornare a casa piuttosto che sopportare il ritmo di sottomissione religiosa che esigevano da lei nell’Istituto, con la messa la mattina e il catechismo la sera, abbastanza consapevole di starsi perdendo qualcosa anche se non sapeva esattamente di cosa si trattasse. Si ricordava di alcune delle monache come di donne che vagavano senza meta per l’Istituto, molte di loro anziane, afflitte da qualche malattia reale o immaginaria. A differenza della maggior parte delle collegiali giovani che invece erano abbastanza soddisfatte in quel posto, Clotilde fin dal primo giorno lo detestò.
Siccome era una donna intelligente, si rese conto allora che questo avrebbe significato per lei non poter studiare.
Il padre manteneva una vita divisa fra i suoi affari in Argentina e la sua famiglia a Genova, per quanto la situazione non fosse così semplice e lineare, visto che aveva anche una famiglia in Argentina e degli affari a Genova e i suoi viaggi non avevano regolarità né una particolare logica. Poteva partire all’improvviso e riapparire subito dopo con dei regali, shock alquanto angosciante per le due ragazze, mia nonna e la mia prozia, ma soprattutto per mia nonna che, fin dalla prima infanzia, aveva un certo rapporto speciale col padre, che poi, quando lei si avvicinò all’adolescenza, fu tormentato da discussioni che camuffavano l’enorme bisogno di affetto.
La madre morì affogata in circostanze che non furono mai molto chiare alle figlie, anche se tempo dopo seppero che teoricamente era uscita in barca con un gruppo di amici, come facevano generalmente in estate, ma che in quell’occasione in realtà era sola con un ragazzo, o un altro signore che non era suo marito, visto che suo marito era in viaggio.